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Paso por la Casa Conciente de Faust Roll

jueves, febrero 7, 2019
Federico y Julia en la azotea.

«Cuéntele a su Manuel del pasado que estuvo trabajando en una comuna hippie para que se ría.» MBB – 29/1/19

Aquí las bicis, por más golpeadas que estén, viven.

Casa Conciente apareció sin mucho esfuerzo (como dentro de ella, fluido, al soplo, «al tiro») al tocar timbres en CouchSurfing. Voluntariado y la patafísica me guiñaron. El primero nunca había hecho y lo deseaba. El segundo nunca lo había escuchado y sonaba a un invento gracioso. Un barrio a nueve kilómetros del centro de Arequipa, Perú, 20 minutos en carro, 30-40 minutos en bus, deliciosa hora en bicicleta. Apareció.

Como quisiera lanzarte al olvido.
Como quisiera guardarte en un cajón

Canta Diego. Voz ronca, ojos inverosímiles. Canta en la cocina, con una mesa y una banca de madera, un tembloroso estante de bambú, platos que mejor no se guardan, una vieja refrigeradora y una cocina de gas, que vetusta no deja de calentar el alimento sagrado.)

Diego tirando línea.

Los mensajes de Pablo me abrieron las puertas y al caer la noche, llegué a una vivienda que sufre la humedad de la época lluviosa de Arequipa, pero renace cada mañana y tarde en la fotosíntesis de un algarrobo.

Dudoso y perdido me asenté en un cuarto con camarotes y colchones gastados, lleno de pisadas de barro; sin saber qué hacer, como un conejo viendo la pantalla celular.

«Estamos haciendo un domo. ¿Qué habilidades tienes? ¿Tienes experiencia con herramientas?«, consultó Pablo, con un hablar bajito que tuve que escuchar dos veces para entender. Todavía me resonaba el camón viejo y las criaturas que se relajaban en la cocina, con mate, guitarra y silencios desarmados por risas.

Mi respuesta no sirve en un contexto de reciclaje, reutilización, artística improvisación; en un aura de taller indomable; y entre manos y mentes llenas de capacidad para elaborar, construir, sembrar, cultivar, germinar, y realizar(se). De visualizar y concretar con tremenda fluidez. Lo que para mí es una escalera empinada, para esta gente es un tobogán infantil. Dedos sucios montan y desmontan; prueban y acomodan; cortan y amarran; para levantar una espiral de vida en un pueblo confuso, de río contaminado, cultivos constantes y turismo cercano, «aquicito».

No parecía calzar en un vaivén de pasos calmados y niños sin prisión adultocéntrica y manos deliciosamente libres. Pero un llamado me sacudió de mi eterno y majadero ensimismamiento. «¿Cómo te llamás?», inquirió el argentino Mariano. «Manuel», respondí secamente, bloqueando la sonrisa que planeé y no salió. Ahí mismo leyó mi soledad buscada y mi agrura trabajada. Ahí mismo me sacó del cañón, para treparme a un árbol fresco.

Alex y Julia se unían para tirar melodías.

Canciones desafinadas. Diego rasgando. Hannah rumiando. Julia haciendo melodía. Y dos argentinos siendo brisa en la cocina. El tico…separado, se unió a las notas con voz grave de nostalgia. Casa Conciente invita a estar, ahí, aquí justo hoy. No ayer ni mañana. Pide y ofrece una mano. Con ropas de desconocido se viste un calor familiar.

Es el calor del cordón umbilical y la placenta; el de la tierra en las uñas; el de las heridas y ampollas; el del beso de un sueño perdido que no recordamos; el del rocío que dejamos de lamer de las hojas por distraernos con botellas plásticas de industrias tóxicas.

Manos bien guardadas dentro de mi abrigo, caminé a la azotea. «¡Puta frío!», reclamó mi pubis dormido. Los que perduramos durante la noche nos sentamos a mirar el vacío y fumar la vida. Hierba condenada por ciertas leyes humanas es conexión inicial para todos nosotros, bueno, para mí con las nuevas criaturas. Para disparar energía brillante y lucidez que algunos cuestionan.

En el vaho de la noche brotaron historias que nos unen, aunque se trazaran en espacios y mundos y tiempos distintos, y preguntas que nos acercan. Solos y acompañados, aquí y allá, en San José y en Perú, en Bolivia y en Argentina. Quieta sesión que (me) desinhibe y relaja, para agujerear máscaras impuestas, máscaras dolorosas, máscaras innecesarias. Casa Conciente. Humo y gotas y trabajo presente y palabras significativas.

El piso muta. Julia, Hannah y otros voluntarios han dejado su toque con cerámica.

En su gota me mojé seis días y cinco noches. Con palabras en crecimiento, amplios silencios y puntuales conversaciones reabrí la puerta que el viejo temor acecha con llaves herrumbradas. Un soplo de luz la derribó sin fuerza, como un abrazo en el que nos dormimos y el pasto donde nos deja caer y se despide.

Caminar por el río

«Vamos a caminar.»

(Don) Ricardo nos invitó a caminar río arriba a la siguiente mañana de domingo. Caminata sin plan y con brújula del arequipeño, sin destino pero con meta. Contra el agua café marchamos y a un árbol brujo llegamos. Federico peló los ojos como dos frutos y sonrío, mientras Mariano lo acompañó a leer las ramas y asir las hojas. El árbol nos confió: «aquí tienen que estar» y las raíces debajo del zacate nos acomodaron el corazón.

Río arriba.
Descanso.

Metros después reposamos bajo la sombra de un amigo. Mango compartido. Ricardo en siesta. Rapé en mis fosas nasales; lágrimas en mis ojos. La duda en Hannah. La calma en Julia. El momento se enmarcó entre el río y el verde. Memento mori. Ahí fallecimos con los troncos y renacimos con el sol. La fotosíntesis de Arequipa.

Dolorosa cascada de desechos, lanzados desde las casas más arriba de las laderas.

Seguimos caminando para sanar la herida de las cascadas de basura y plástico que topamos, y al rato encontramos preciosas terrazas y acequia de vida, que riega la zona. Subimos sin majar el cultivo y confirmamos el renacimiento. Sabiduría indígena nos mostró lo que vale en este herido planeta.

Sin pisar los cultivos.
Terrazas.
Pampa vigila vacas.
Terrazas de vida.

De ahí a Yumina, pueblo pequeño con pulperías y plaza y bus y una hermosa tía con su chicha. Le robé una sonrisa, que aún así lanzaba tristeza. «Gracias madrecita», dijo Federico. Gracias seño, que su chicha y sus ojos temblorosos son agua y oxígeno para el viajero.

Madrecita.
Nos dio chicha.

Caminata y aguacero hasta la Casa. Empapados y fríos llegamos. Corazón renovado. Agua del cielo para continuar.

Cena conjunta

La comida une. Más en el cumpleaños.

Compré en el mercado diversos aportes recomendados por Pablo. Alex ecuatoriano lideró la cocina. Unidos y extraños familiares comimos. Bendita comida en esta casa renovó mi tanque.

Trabajo con la tierra

El domo de Casa Conciente.
«Casa Conciente Pataphysic House by Faust roll»

Luego de perderme, llegué en bici al terreno donde sacamos caña, que luego pelamos y servirá para cubrir el domo. Dar algo de sombra, no tapar del todo, guió Pablo. Junto a Mariano y Federico, subidos en las barras de la estructura, dan forma a un espacio que podría convertir energía en la comunidad.

Resembrar el zacate.

Pedir permiso a la Pachamama y sacar el zacate de un lote frente a la Casa Faust Roll con Mariano. Descansar y conversar y notar que éramos las mismas almas (al menos de momento) con cordones y nudos distintos. Ahí debíamos estar. Ahí debíamos hablar. Gracias. A usted. A vos bonito. Besar su barba me conectó y arrojó agua a dudas que no son más que piedras pequeñas pegadas.)

(La cleteada por Arequipa la dejaré para otro texto quizás. Video mejor.)

Chao

«Me voy en bus de noche Pablo.» «Ya.» Recomendaciones finales y esos ojos de milenios para de nuevo saludarme y despedirme.

Casa Conciente me dijo ‘hasta luego’ con calidez, pero frío de los días que fueron. Vaya maravilla: poder helar y dar calor en mismo beso.

Coherencia en el presente, lo que digo es lo que soy y es lo que hago. O así debe ser. Continúo, más ligero y sintiendo el abrazo seco de la leña de la tierra que mantiene el fuego vivo, sin hacer ningún ruido.

Gracias.
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Criaturas conscientes de la lluvia que moja los pies

miércoles, febrero 6, 2019

«pinta pinta pinta con el movimiento
de tus plumas sale una vibración
que me abraza eternamente
que me enseña eternamente
«

Pablo planea un domo para poder impartir talleres culturales, bailar, imaginar la patafísica, reflexionar una comunidad mejor.

Pablo, semblante serio al conocer y bromista después, ordena con tono grácil y leve, las acciones debajo de un domo hecho de sol antiguo y de estrellas a años luz secas en nuestro plano, cubierto de palmas y sudor; domo que alumbrará caminos polvorientos con baile y conexión y calor y consciencia y patafísica. Pasos calmados siempre en chancletas dan sus pies, y contiene en sus ojos, la fuerza y la información de mil cultivos de cien frutos de hace siglos.

Hablar pausado, casi susurro.
Lucía, alemana, mirada amable, manos fuertes.

Lucía, ojos azules vivaces, mirada de altibajos y sonrisa deslumbrante cuando la expande toda, lidera en pocas oraciones la mañana y la tarde y la noche y el firmamento; mientras persigue con pasos breves al pequeño macho colocho de verbo incesante. Con español germánico construye caminos que quiere recorrer con liviana armadura.

A contraluz brota.
Aprende con el oído.

Diego, más pupilas negrísimas e iris cafés que blanco en sus ojos, y risas de niño en su jardín de bolas y maromas y cigarros y tragos largos y caminar rápido; bromea y duele de su cintura (lamento desde los 14 años), al tiempo que desdibuja en malabarismos su flaquísimo esqueleto, que en unos minutos buscará algunas monedas en un semáforo. Relatos fantásticos e inacabables entre interjecciones argentinas pinta en el humo, con un pincel quebrado y brochas húmedas por los charcos en las avenidas de la vida.

Tanto que ríe y no lo tomé.
Arquitectura mágica.

Mariano, cabello largo ondulante en el viento, pies sucios amarrados a la tierra con ramas de chayote, pela los dientes como para arrojar luz; carga dos océanos verdes en su rostro, a los cuales nadie les avisó que son ojos, colocados por dioses de la selva y del desierto. Rayos turquesas y polvo rosáceo lanza al campo y a los transeúntes, queriendo curar un astro que tose, antes de derramarse por los poros del planeta y renacer en un géiser.

Vestido con las hojas.
Mariano y Federico.
Miró luego de soltar sus largos brazos de la tierra.

Federico, sembradíos dispares de cabello rebelde en su cabeza-bosque y candado roto de barba, que jamás encerraría sus cuentos planetarios, se disloca en cada movimiento de piernas y brazos y dedos y pies y tronco y cráneo; ofreciéndose a la tierra y al mar y a los árboles para ser raíces y olas y ramas. Agudamente y con cierta locura ríe, al recordar que interrumpió su propio cuento, cuando pasó una mariposa que la Pampa quiso derribar.

Trazando caña.
La Pampa.

Pampa, cuerpo compacto blanco, cabeza café, hocico incesante, ladra a vacas que no se inmutan; exige cariño y comida de la misma forma. Sabiduría y entrega brotan de sus ojos de cachorra, que ya no recuerdan los tiempos de olvido mojada su piel en el caño, antes de que se trepara en la bicicleta de Federico y se aventurara a un nuevo camino extenso.

Salto.
Cumpleaños.

Milo, juego sin freno más que el sueño y bucles de flores rubias en su techo, no entiende de reglas ni camisas de fuerza ni tacto ni balance ante el espacio ajeno; ese que con solo su risa, los niños son expertos en desarmar. «¿Estoy aprendiendo a leer y escribir verdad papá?» espeta con orgullo su boca, para acudir velozmente a otra rayuela.

Entre bicis crece.
Su sonrisa rompe mientras cuida al Rui. (Imagen de Pablo)

Don Hernán, piel morena pesada no por arrugas si no por pasos en la montaña alta, mirada grave y como daga, – casi al instante de un saludo ajeno – sonríe plenamente; desvelando el más cálido abrazo sin contacto. La epidermis fue traída desde el desierto de un suelo que no se cultivó con el calor de la piel humana, sino con el viento que quema de la noche. Sobre una bicicleta multicolor cubierta de habas, ligero de ropas, anclado de equipaje pesado del dolor no descrito parte hacia su llanura, hacia su volcán, hacia la ventana inmediatamente después del presente; allí donde las chicharras susurran sin desesperación y el helado suspiro del nevado apaga su hiel amargo, para solo acompañar a un caminante sin más respuestas.

Don Hernán y parte del grupo tras la cleteada.
Don Hernán y el Rui.

El Rui, creador de un dialecto propio compartido con niños y pájaros y hormigas, mocos presentes entre su nariz y labio superior, brincotea en charcos y practica el disco olímpico con lo que encuentre; para en cualquier momento estallar en gritos y bramidos y llanto, si por un segundo el viento no sopla en su rostro. Un tesoro de polvo y humedad y juguetes sucios jala en su mochila imaginaria.

Milo tira, Rui mira a otro lado.
Catalana quieta al inicio.

Julia (/yu/ y con acento en la ú), seria seria al inicio, labios sellados por poco al comienzo, risueña y cálida después, lamiendo la piel del aire en el ocaso; 23 años y desde que salió del útero de Cataluña supo que trenzaría collares y pulseras con las ramas de los árboles y saltaría en la tela del bosque. Caminado pausado y beso de volcán enmarcan su cuerpo que danza con la neblina.

Luego…sonríe.
Algo la hizo dudar.

Hannah, sonrisa abierta y apresurada, saludo en la mejilla pronto a cada persona pasajera, acarrea un lago rojizo pesado en sus ojos trémulos; y sin mayor esfuerzo re-ama lo re-bello que se posa al frente y la sobrecoge. De alguna sombra escapa, por callejuelas solas y calles populosas, para luego mirarla de reojo al topar que – silenciosa y gris penumbra – se adelantó hasta un callejón de piedras y se trepó en un balcón cubierto de margaritas luchadoras.

Hanna se energiza con el sol y la compañía fresca.
Sus manos buscan la música.

Alex, cabello despeinado ante la calvicie incipiente (pronto dominante) y ojos celestes alegres y sospechosos, rasga la guitarra y desgarra eses cuesta abajo sobre una bicicleta; lleno de oxígeno del «Nuevo Mundo», pleno ante la decisión de romper con su «viejo» Berlín. Sobre una melodía viaja, casi ajeno y sin percatarse del llanto de la lluvia arequipeña, copado de felicidad naciente al abrir y devorar una granadilla que descubrió.

Alemán suelto en el Sur.

(Me falta escuchar las palabras en voz baja de Ecuador.)